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lunes, 13 de febrero de 2012

El Amor no se Consume


Por Julia Atanasópulo.

“Con el tiempo, el amor se apaga.” “Al principio sí que me quería…” “lo bueno dura poco.” Frases como estas se repiten con demasiada frecuencia, pero responden a un equívoco: no es el amor lo que se agota, sino nuestra forma de relacionarnos con la otra persona. Para que la pareja siga unida, hay que reaprender a amar continuamente.
Se nos rompió el amor de tanto usarlo. Así lo expresa la canción, pero ¿será verdad que el amor se rompe o se desgasta necesariamente con el paso del tiempo? Rotundamente no. Y no porque piense que el amor es indestructible, sino porque son otras las causas de su final. Causas que se reducen, básicamente, a dos: 
  1. Resistirse a modificar el vínculo conforme pasa el tiempo.
  2. Amar de forma errónea.
En el primer caso, más habitual en las parejas con pocos años de convivencia, el conflicto se instala si no se modifica el vínculo a medida que pasa el tiempo; un cambio que es imprescindible porque el amor no se agota, pero la forma de vincularse sí. Imaginemos, por poner un ejemplo, qué sucedería si nos relacionáramos con nuestro hijo ya adulto de la misma forma como cuando era bebé, vistiéndolo, bañándolo, arrullándolo… delirante, ¿no? Ahora supongamos que una madre se niega a cambiar la relación con su hijo y continúa tratándolo como cuando era pequeño, ¿cuánto tardará su hijo en rechazarla y huir de su lado? Poco, muy poco tiempo.
He visto muchas relaciones de pareja cuyo amor está intacto, pero ellos están enfrentados continuamente. Y todo por no querer aceptar que ya no se relacionan como al principio de conocerse. Esto genera inseguridad, lo que lleva a estar pendiente de todo lo que suceda y poner las conductas del otro bajo una lupa. Y no hay nada, pero nada, que resista una lente de aumento. Para que este final, tan doloroso como innecesario, no se produzca, debemos entender que la forma vincular debe cambiar paralelamente el crecimiento de la relación. No podemos pretender vivir como durante el primer año de convivencia –cuando ambos constituíamos una pareja que aún se estaba conociendo y gozaba de toda libertad- después de seis años de relación, dos hijos en común y toda nuestra vida modificada. Desde luego, no podemos relacionarnos de la misma manera, y pretenderlo es colocar un peso tan enorme sobre el amor que sostiene la relación que acabará por asfixiarlo y matarlo.

El segundo caso, más propio tras una larga vida en común, es el de las parejas que puede que amen muchísimo, pero fracasa porque lo hacen mal. En este caso, el desgaste se produce por cansancio y saturación. La persona se sabe querida, pero no se siente querida. Según mi experiencia, estos casos suelen ser más abundantes entre las mujeres. La historia suele ser siempre la misma. En el inicio de la convivencia él suele enfadarse y dar voces por cualquier motivo. Ella, aunque sorprendida, le quita importancia porque a los diez minutos se le pasa y está tan contento.En una segunda etapa, después de un tiempo, ella también se enfada ante los estallidos de su pareja y le pide que cambie. Accede, pero la historia continúa… En una tercera etapa, ella decide anular todos los factores que provoquen el mal genio de su marido. Así, vive casi asustada intentando cubrir, proteger u ocultar todas las situaciones domésticas causantes de sus ataques de ira. Entonces llega el resentimiento. En una cuarta etapa los estallidos que a él le duran solamente diez minutos a ella, internamente, le duran diez días. Para no vivir una guerra constante, ella no exterioriza su malestar, que se acrecienta porque, además, la intolerancia de su pareja solo se manifiesta con ella, ya que socialmente es encantador. En la quinta etapa, la mujer, después de mucho tiempo y esfuerzo por cambiar la situación, después de vivir varios años debatiéndose entre separarse o seguir, concluye que su pareja no cambiará y decide adaptarse a ella. Este periodo dura algunos años más, hasta que llega la última etapa, la del “creo que no quiero seguir aunque él cambie de actitud”. La mujer siente que lo ha intentado todo pero que no es feliz, que no quiere envejecer viviendo una inquietud constante.
Así en el primer grupo, el pronóstico es bueno, ya que si esas parejas cambian su modelo vincular, podrán caminar hacia una relación plena y duradera; en el segundo caso, el pronóstico no lo es tanto. Es muy difícil cambiar una actitud que causa daño si no se tiene conciencia del daño que provoca. Si la mujer no completa todas las etapas, la convivencia continuará, pero pagando el precio de una insatisfacción permanente. Debemos querer mucho; pero, además es necesario amar bien, escuchando al otro y aceptando que el vínculo cambia. Pero si completa todas las etapas, todo acabará, seguramente, en separación. La única posibilidad de salvación es que él se dé cuenta de lo que sucede y lo resuelva antes de llegar a la etapa final.
En conclusión: amemos mucho, pero además, amemos bien. Cuidemos a nuestra pareja. Escuchemos lo que tiene que decirnos. Aceptemos que la forma vincular se modifica con el tiempo, sobre todo, hagamos que el ser amado se sienta tenido en cuenta. Con todo esto comprobaremos que el amor no solo no se desgasta, sino que hace cada vez más sólido y crece el sentimiento de estar junto a un compañero de vida.
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Aunque resulte paradójico, para que un vínculo sea duradero, debemos aceptar que tiene fecha de caducidad, sin embargo, esta cambia cada vez que maduramos ese amor. Ya que si llegamos a un límite, y no modificamos conductas es donde la fecha de caducidad entra y el conflicto inicia. Hay que alimentar el amor, madurarlo, que se modifique a las nuevas experiencias de vida, a las necesidades actuales. Si lo dejamos como esta, este caduca y es cuando surge la dependencia, el maltrato, el rencor, la indiferencia, etc. El amor debe ser cuidado y cultivado diario no dejemos que se marchite. Hay que aprender a amar. Hay que ser consientes que cuando decimos “lo he intentado todo”, ese “todo” es solo la representación de lo que vemos y creemos que es un “todo” y no es un todo real.

Por: Lic. Psic. Felipe de Jesús Loranca Aguilar.