Cuando una pareja se
divorcia -o mantiene una relación frágil e inestable-, puede inmiscuir en su
conflicto a una tercera parte inocente: los hijos. Para evitar esta maniobra que
tiene consecuencias nefastas para el desarrollo emocional del niño los
progenitores deben dejar a un lado la frustración y recordar que una parte
fundamental de su labor es proteger al pequeño de conflictos que no le son
propios.
Cuando la tensión de los
padres se trasmite a los hijos, estos quieren y temen, en la misma medida,
ayudarles. Casi todas las parejas se enfrentan, en un momento u otro de la
relación, a una manifiesta falta de recursos y habilidades para gestionar sus
conflictos. Por eso, algunas parejas no
encuentran el modo de abordar con éxito sus divergencias y, sin embargo,
permanecen juntas más tiempo del que hubiesen deseado, a pesar de la falta de
armonía y de la tensión existente entre ambos. Muchas de estas parejas, al
sentirse desbordadas y confundidas por las dificultades que experimentan en
esos dolorosos momentos, abren su relación, su conflicto, a terceras personas,
fundamentalmente a los hijos, convirtiéndolos en parte activa de una dinámica
conflictiva que no les corresponde. De esta forma, un problema que atañe
exclusivamente a los dos, a la pareja, se hace extensible a la triada que forma
la pareja y el hijo.
Se trata de una situación
en la que los padres intentan ganar,
contra el otro progenitor, el
cariño de su hijo. Es una forma de enfrentamiento en la que cada miembro de la
pareja busca soporte en los hijos, como el náufrago que busca un salvavidas al
que aferrarse. El mal momento que están pasando les impide ser conscientes de
las implicaciones, a veces muy graves,
que su conducta tiene para la tercera persona implicada, sobre todo
cuando se trata de un hijo, sometido a una intensa lucha de lealtades. En estos
casos, decimos que la pareja ha “triangulado” al hijo, lo cual puede llegar a
dificultar de forma importante su desarrollo emocional.
La triangulación es una
experiencia muy compleja y difícil, especialmente cuando el hijo es de corta
edad, pues a menor edad, menores son también los recursos para sostener la
tensión psicológica que le produce esta situación. Un hijo necesita a ambos
progenitores en la misma medida y, cuando
se ve implicado en el malestar de cada uno de ellos, experimenta una intensa
ambivalencia, ya que quiere y teme, en la misma proporción, ayudarles. El temor
se despierta cuando intuye que el apoyo a uno de los dos le puede llevar,
irremisiblemente, a perder al otro.
En algunas
triangulaciones, uno de los progenitores puede insistir tanto en el hecho de que
el padre o la madre no cumplen adecuadamente con su rol que el hijo termina por
asumir las funciones del progenitor cuestionado. Es así como el hijo se
involucra, adoptando un rol protector con el progenitor que hace de víctima y
rechazando al otro. Se establece entonces una coalición, una proximidad de
afectos e intereses con uno de los padres y en contra del otro. Esto es
justamente lo que le ha ocurrido a Mario.
Mario es un padre de 46
años que, tras veinte años de vida en pareja-una relación que fue frágil y
difícil durante mucho tiempo- , ha decidido finalmente separarse. La pareja
está de acuerdo en cuanto al deterioro de la relación, pero su mujer no le
perdona que haya sido él quien haya tomado la iniciativa de poner punto final. Tienen
un hijo de 9 años y, aunque se han separado como pareja, no lo pueden hacer
como padres, y deberán seguir relacionándose durante mucho tiempo para llegar a
acuerdos sobre la educación del niño. Como no han podido dirimir sus
desavenencias y llegar a una despedida armoniosa, han dejado la relación con
importantes asuntos inconclusos, que salen a la luz cada vez que necesitan
negociar cualquiera de las cuestiones que atañen a su hijo. Finalmente, y como
consecuencia de esta situación, la madre se niega a mantener cualquier tipo de
trato con el padre.
Aunque esto es doloroso
para Mario, lo que realmente le preocupa –y es el motivo que lo ha llevado a la
consulta- es que su hijo ha comenzado a mostrarse muy a disgusto con él y a
decir que su padre los ha abandonado a los dos, que ha dejado sola a mamá, que
lo que papá quiere realmente es buscarse a otra mujer, que no quiere pagarles
nada de dinero… En un primer momento, Mario quiso preguntarle a su hijo si eso
era lo que le había dicho su madre, para averiguar cómo había llegado a tales
conclusiones. Estaba convencido de que su ex-pareja estaba poniendo a su hijo,
más o menos intencionadamente, en su contra. Este asunto le enfurecía pero no
podía abordarlo con su mujer porque ella se negaba a mantener cualquier tipo de
contacto, por lo que solo le quedaba la opción de confrontar con el niño esa
información para poder rebatirla. Afortunadamente, Mario intuyó que interrogar
al niño con la intención de replicarle sus creencias no era lo más adecuado
para ninguno de los dos. Ese fue el motivo que le llevó hasta la consulta de un
terapeuta: necesitaba orientación.
Después de un tiempo,
Mario entendió que lo mejor que podía hacer por el bien de su hijo era
mostrarle su amor manteniendo una actitud totalmente respetuosa con las
creencias del pequeño. Se trataba de que su hijo percibiera que su padre no
participaba en el juego de ganarse su aprecio colocándose en contra de la
madre. El amor por su hijo implicaba poner a salvo el vínculo que tenía con su
madre y no someterlo a una lucha de lealtades. La clave no estaba en
convencerlo de que su mamá mentía, sino en mostrarle abiertamente su afecto, en
demostrarle su amor incondicional y asegurarle que siempre estaría a su lado.
Hacerle ver que él no estaba enfadado con su madre ni, mucho menos, con él por
pensar de esa manera, por más que se sintiera en profundo desacuerdo.
Es muy importante tener
en cuenta que la paternidad –el acto de cuidar, educar y, en definitiva, amar a
un hijo- implica ser capaz de protegerlo
de los conflictos que no le son propios; estar dispuesto, cada vez que miremos
al niño a los ojos, a dejar de lado la frustración que se pueda sentir con la
pareja.
Si somos fieles a esta
actitud, con el tiempo conseguiremos que nuestros hijos sean capaces de
reconocernos y agradecernos el hecho de haber sabido protegerlos de una
experiencia tan estresante como la que se produce en la triangulación.
Por: Lic. Psic. Felipe de Jesús Loranca Aguilar. Cel. 427-130-8201