Por Jesús García Blanca.
Nuestras emociones, como los
demás procesos de nuestros organismos, siguen el ritmo universal de carga y
descarga. Si las bloqueamos en nuestro interior sin dejar que se expresen,
nuestro grado de tensión aumenta y puede ocasionar desequilibrios psíquicos y
físicos. Una buena higiene emocional consiste en reducir la entrada de
emociones dañinas y mejorar su salida en forma de gritos, llanto o ataques de
risa.
No solo nos nutrimos de
alimentos, también de emociones que entran, nos dejan huella y deben ser
descargadas.
Entre nuestro cuerpo físico y
nuestra mente, conectándolos y envolviéndolos, se encuentra en territorio misterioso de las emociones. Las emociones se
expresan a través de nuestro cuerpo, de nuestros gestos, de nuestra mirada, de
nuestras lágrimas o palabras; y también están conectadas con la mente, con
nuestros pensamientos, nuestra concepción del mundo y de las personas.
Somos burbujas de energía
vital en movimiento constante de contracción y expansión, de carga y descarga.
La energía penetra nuestro organismo a través del aire, del agua y de los
alimentos, y cuando asimilamos los nutrientes y el oxígeno, expulsamos todo
aquello que no necesitamos o que nuestro cuerpo no puede asimilar. Esa función
de eliminación de sustancias sobrantes o perjudiciales es fundamental para la
salud.
Nos alimentamos gracias a los
nutrientes que extraemos de los alimentos, del aire y del agua, así como de
ideas y pensamientos que entran en nuestro cerebro. Pero también nos
alimentamos de sentimientos, de sensaciones, de corazonadas, de inquietudes y
estremecimientos… en definitiva, de emociones que entran, dejan huella y deben
ser descargadas.
Concebida desde una
perspectiva holística, la salud consistiría en armonizar estos tres aspectos:
el físico, el mental y el emocional. Y así, de la misma forma que ciertas
sustancias contenidas en el aire que respiramos, una vez que cumplen su trabajo
oxigenando las células, deben expulsarse, las ideas deben comunicarse. Pero
todos estos procesos vitales no se producen por separado.
Cuerpo, mente, corazón y
espíritu forman un todo y funcionan entrelazados, de modo que nuestro estado de ánimo influye sobre nuestra
dieta, el ejercicio o el reposo afectan a nuestras ideas, y los sentimientos
positivos o negativos influyen y determinan nuestra salud.
El organismo funciona como una
unidad compleja, de modo que un golpe o una herida no solo nos produce dolor
físico sino también sufrimiento, angustia y temor. Y un proceso traumático
agudo, como la muerte de un ser querido puede desatar graves problemas de salud
físicos. Sin embargo, estos procesos también funcionan en sentido positivo. El
filósofo griego Heráclito calificaba de “acciones sagradas” a la risa, al
bostezo y al estornudo, todas ellas descargas vitales. Junto con el llanto, el
jadeo, el temblor, los gritos o los estiramientos, son procesos curativos: el
bostezo equilibra la relación oxígeno-dióxido de carbono en la sangre y elimina
tensiones físicas y psíquicas; el suspiro estimula la respiración e impulsa el
flujo sanguíneo hacia el corazón; estornudar o toser limpia las vías
respiratorias; la risa es tonificante, relajante y da elasticidad al diafragma
si se halla bloqueado por tensiones; llorar, cantar, gritar, soplar, silbar…
son formas de entrenamiento respiratorio que relajan y producen elasticidad.
Desgraciadamente, vivimos en
una sociedad que favorece la carga y ofrece pocas ocasiones para la descarga.
Las sociedades consumistas representan un estímulo psicoemocional y físico
constante en el que parece que no hay lugar para el descanso, la descarga, la
relajación y la expresión adecuada de emociones. Esta situación hace que la
burbuja que somos esté siempre en permanente tensión, lo que favorece la
multiplicación de problemas de salud físicos, psíquicos y emocionales. El
higienismo nos aporta claves interesantes para comprender los mecanismos de
autocuración y limpieza que actúan en el plano físico, mental y emocional:
consumir alimentos sanos y naturales, respirar aire puro y combinar
adecuadamente el ejercicio y reposo. Es muy importante que busquemos espacios
para aplicarlas también en el terreno de las emociones y los pensamientos.
El mecanismo vital de la
respiración es un buen punto de partida para iniciar nuestra higiene emocional:
observar nuestra forma de respirar y hacernos consientes de los patrones que
hemos automatizado y que pueden alterarla o bloquearla. Una forma de entrenar
una respiración saludable es dedicar un tiempo a realizar lentamente las cuatro
fases del acto respiratorio: inspirar profundamente, retener el aire para que
se movilicen los alveolos pulmonares y se estimule la circulación, espiar
vaciando los pulmones, y hacer una pausa antes de la inspiración siguiente.
Cuanto más ralentizemos estas fases, más profunda y completa será la
respiración.
Si queremos estar bien física,
anímica y espiritualmente, debemos dar salida a nuestras emociones sin reprimir
ni juzgar.
Potenciar la carga positiva es
el primer paso para reducir la entrada de tóxicos. Podemos conseguirlo con
actividades sencillas: contemplar paisajes que nos transmitan paz, calma o
relajación, o que nos estimulen y nos ayuden a explorar una gama más extensa
sutil de emociones; leer escritos positivos, escuchar piezas musicales
armoniosas y bellas, contemplar imágenes artísticas que transmitan armonía y
serenidad; visionar documentales o películas optimistas… Aprendiendo nuestras
reacciones y explorando territorios desconocidos contrarrestaremos la carga
negativa que nos invade a diario.
Permitir y facilitar la
descarga es la actitud correcta ante la necesidad que el organismo tiene de
exteriorizar, expulsar, expresar. Si bloqueamos o entorpecemos estos desahogos,
solo conseguimos acumular los tóxicos con las inevitables consecuencias
perjudiciales para la salud. Lo mismo sucede cuando callamos algo que sentimos
que deberíamos decir, cuando nos obligamos a tranquilizarnos o nos piden que no
gritemos, incluso si lo hacen con amabilidad. Los tóxicos acumulados terminarán
desencadenando una crisis de limpieza cuando el organismo no puede contenerlos
por más tiempo. En el plano físico, esa crisis puede consistir en vómitos,
diarreas y gripe, o cualquiera de las llamadas “enfermedades agudas” desde la óptica
médica. En el plano emocional serán berrinches, gritos, llanto, ataques de
risa. Si reprimimos estas crisis, transformaremos problemas agudos o puntuales
en problemas crónicos, forzaremos al organismo a aceptar un estado permanente
de desequilibrio, contención, descontento o angustia.
Escuchar puede ayudar a otros
a descargar emociones. Desde que nacemos, nuestro entorno parece pensado para
bloquear nuestras emociones espontáneas y, posteriormente, reproducimos ese
comportamiento con nuestros hijos. Si en lugar de relacionarnos con los niños
con frases hechas que buscan nuestra comodidad –“no llores, no grites, no te
muevas…”-, hacemos un esfuerzo sincero y positivo por escuchar tanto sus
inquietudes, dudas, proyectos y necesidades, como sus enfados, críticas,
berrinches y pataletas…, contribuiremos al desarrollo de su salud psíquica y
emocional, y les ayudaremos a ser personas más equilibradas y libres, capaces
de expresarse, más maduras y, en definitiva, más sanas.
El arte de escuchar supone
aprender a estar junto a otra persona –niño o adulto- y hacer que se sienta
apoyada sin juicios, escuchada sin análisis ni interpretaciones. También es
recibir los gritos, el enfado, la frustración, sin acallarla, atendiendo con
respeto, ofreciendo confianza sin tratar de calmar, sin dar consejos, sin
empeñarnos en resolver el problema; abrazándola o tomándola de la mano, si eso
la ayuda a confiar en nosotros y a expresarse libremente.
Escribir es una forma muy
especial de expresar emociones. De hecho, esa ha sido siempre la función de los
diarios íntimos: allí podemos expresar espontáneamente nuestras inquietudes y
experiencias, nuestros sueños y proyectos. También existen formas dirigidas o
regladas para escribir con el propósito expreso de hacer limpieza emocional,
por ejemplo “Diario intensivo” de Ira Progoff, que propone una serie de
ejercicios sistematizados para conectar con el yo profundo: escribir sobre
acontecimientos claves, sobre el pasado, el presente, las encrucijadas, las
personas, el trabajo, la sociedad, la filosofía e la vida, valores y sueños. Y
todo esto siguiendo unas reglas mínimas: reservar un momento de tranquilidad y
silencio para escribir, comprometerse a ser sinceros y espontáneos en lo que se
escribe, centrarse en acontecimientos internos y tener prohibido juzgar,
analizar, censurar o interpretar.
Existe también un ritual
simple y radical que consiste en escribir y, a continuación, quemar lo escrito
para, así desterrar pensamientos o emociones perniciosas. Asimismo,
innumerables actividades artísticas o artesanales pueden complementarse con la
práctica del yoga o la meditación: cantar, bailar, hacer teatro, pasear por la
playa o por el campo, bordar, hacer un pastel… cada cual puede buscar la forma
que mejor se adapte a sus necesidades o costumbres. En cualquier caso, lo que
importa es que esos pensamientos y emociones salgan, combinando la exploración
interior, incluidos nuestros resquicios más oscuros, el desahogo emocional y la
comunicación con el mundo exterior.
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Es importante recalcar que las
técnicas y sugerencias no son infalibles, sobre todo cuando los problemas han
escalado y son graves y/o crónicos. Es ahí donde entra la terapia. Aprender a
conocer el momento y forma de expresar las emociones requiere de tiempo y de enfoque.
No solo es reír por reír, o llorar por llorar, o gritar sin considerar las
emociones de los demás; de ahí la importancia de la inteligencia emocional e
inteligencia social.
Por: Lic.
Psic. Felipe de Jesús Loranca Aguilar. Cel. 427-130-8201